Por Wilson Jean
En un mundo donde los discursos sobre derechos humanos parecen ganar terreno, las políticas migratorias en países como Estados Unidos y República Dominicana nos recuerdan que el racismo, el fascismo y la segregación racial siguen muy vivos, solo que ahora llevan traje y corbata y se escudan en el “orden migratorio” y la “seguridad nacional”.
Durante los últimos meses, ambos países han intensificado sus medidas migratorias, especialmente contra personas haitianas y latinoamericanas, en una especie de cruzada que recuerda dolorosamente los tiempos más oscuros de la historia: la trata transatlántica, las leyes Jim Crow, la Operación 30 de marzo de Trujillo o los campos de concentración Nazis.
Estas políticas, lejos de ser acciones administrativas neutrales, son instrumentos de exclusión. El uso de un lenguaje deshumanizante, como llamar “ilegales, Criminales, asesinos e invasores” a personas en búsqueda de refugio o llamar “plagas” a migrantes, abre paso a la normalización de la violencia institucional. Cuando se deporta a niños nacidos en un país, cuando se separan familias o se encierra a personas en cárceles de máxima seguridad solo por su estatus migratorio, estamos hablando de una política racial disfrazada de ley.
El caso de Estados Unidos es emblemático. Bajo la administración de Donald Trump, las deportaciones se convirtieron en espectáculo y las fronteras en trincheras. Hoy, con su regreso a la escena política, Trump aplaude y promueve la colaboración con gobiernos como el de El Salvador, que ha ofrecido su gigantesca prisión CECOT para alojar migrantes deportados. ¿Centros de detención o campos de concentración modernos?
La ironía es amarga: Donald Trump es nieto de Friedrich Trump, un inmigrante alemán, y está casado con Melania Trump, nacida en Eslovenia y también inmigrante. ¿Cómo puede un hombre con raíces migrantes impulsar políticas tan hostiles contra quienes buscan lo mismo que su abuelo alguna vez buscó?
En la República Dominicana, la situación no es menos preocupante. A pesar de que muchos dominicanos tienen raíces migrantes (incluido el propio presidente), el Estado ha institucionalizado la persecución contra personas de ascendencia haitiana. Las redadas masivas, deportaciones sin debido proceso y discriminación racial en los servicios públicos pintan un panorama sombrío. Cuando se deporta a una persona solo por tener “rasgos haitianos” o por vivir en un batey, eso no es ley: es racismo estructural.
Luis Abinader, presidente dominicano, es descendiente de inmigrantes libaneses por parte de su padre. Su familia emigró en busca de oportunidades y estabilidad, igual que hoy lo hacen miles de haitianos y haitianas que son rechazados y maltratados por el mismo Estado que un día acogió a los suyos.
En El Salvador, el presidente Nayib Bukele es nieto de inmigrantes palestinos, cuya familia también llegó al país huyendo de conflictos y en búsqueda de mejores condiciones. Sin embargo, ha sido cómplice por su cooperación con EE.UU. para convertir la prisión CECOT en un centro de confinamiento para migrantes deportados. ¿Es esa la memoria que merece la diáspora que dio origen a su apellido?
Lo más alarmante es la forma en que estos gobiernos, que deberían ser garantes de derechos, utilizan el miedo, el nacionalismo y el prejuicio para fortalecer su base política. Es el viejo manual del fascismo: crear un enemigo, sembrar el miedo, ofrecer control como solución. Hoy, el enemigo es el migrante negro, pobre, “sin papeles”. Ayer fueron los judíos, los comunistas, los indígenas, los gitanos.
Es urgente denunciar que no estamos simplemente ante medidas migratorias, sino ante una reedición moderna de la segregación racial y el autoritarismo. El silencio es cómplice. Y la historia, si no se enfrenta con verdad y justicia, tiende a repetirse.
La defensa de los derechos humanos de las personas migrantes no es solo una cuestión moral: es un acto de resistencia contra un sistema que insiste en marcar quién merece vivir con dignidad… y quién no.