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    Los peligros de la fama digital cuando está divorciada de la verdad

    Por Ephraim Alburqueque

    La construcción de una identidad sin respaldo.

    Ángel Martínez se presentó durante años como “detective internacional”, “exagente federal” y “analista de inteligencia”, afirmando vínculos con la DEA, FBI y otras agencias de alto perfil.
    Sin embargo, dichas entidades han desmentido cualquier vínculo oficial con él.

    Este tipo de autoatribuciones sin verificación son peligrosas.
    El prestigio de instituciones públicas no puede tomarse como disfraz para validarse ante el público.
    Cuando alguien se reviste de autoridad que no posee, puede manipular la opinión pública y dañar irreparablemente la reputación de otros.
    En ese sentido, lo de Ángel Martínez fue una construcción deliberada de un personaje más grande que la realidad, sostenido por la fe ciega de una audiencia digital.

    Martínez utilizó YouTube y redes sociales para emitir graves acusaciones contra figuras públicas, políticos y ciudadanos.

    Las múltiples querellas en su contra por difamación, injuria, extorsión y estafa reflejan un patrón de comportamiento temerario.

    La libertad de expresión no puede confundirse con la licencia para calumniar.
    El discurso público requiere responsabilidad.
    El poder de un micrófono o de una cámara no es legítimo si se emplea para destruir sin pruebas.

    Este caso subraya la urgencia de establecer límites éticos en la comunicación digital, especialmente cuando se habla desde una supuesta “autoridad moral”.

    Durante mucho tiempo, Martínez operó sin ser confrontado de manera efectiva por los medios tradicionales ni por las autoridades.
    Su figura creció gracias a una mezcla de vacío institucional, morbo digital y desconfianza generalizada hacia los sistemas políticos, lo que le dio espacio para ganarse la fe de miles.

    Esto evidencia que el silencio institucional o la lentitud judicial también contribuyen a la proliferación de personajes que explotan la indignación colectiva.

    Cuando el sistema no responde con prontitud ni pedagogía, la gente busca «justicieros» que les hablen sin filtros, aunque lo hagan sin rigor.

    El fenómeno de Ángel Martínez dice más sobre nosotros como sociedad que sobre él.
    Muchos lo siguieron porque representaba una supuesta voz “valiente”, que se atrevía a decir lo que otros callaban.
    Su éxito se alimentó de la desconfianza hacia las élites, del desprestigio institucional y del hambre de “verdades” alternativas.

    Vivimos en tiempos donde lo emocional pesa más que lo racional.
    El fenómeno Martínez encarna el riesgo de una sociedad que prefiere la denuncia sin evidencia, el grito por encima del argumento y la apariencia sobre la verdad.

    Su caída es también una llamada a reflexionar sobre nuestra necesidad de discernimiento, veracidad y paciencia frente al juicio mediático.

    La verdad importa. No todo el que dice “la verdad” la posee.

    Las redes no son tribunales.
    La justicia no se establece en un canal de YouTube.

    La credibilidad no se compra con seguidores.
    Se construye con integridad, veracidad y humildad.

    La rendición de cuentas es inevitable. Tarde o temprano, el sistema —aunque imperfecto— responde.

    Conclusión

    La caída de Ángel Martínez es una advertencia sobre los peligros de la fama digital cuando está divorciada de la verdad.
    Es un espejo que interpela tanto al sistema judicial como a los ciudadanos que se nutren de narrativas incendiarias.

    Es, en el fondo, un recordatorio de que las estructuras basadas en falsedad eventualmente colapsan, aunque tarden en hacerlo.

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