Por Wilson Jean
La historia del siglo XX quedó marcada por el horror del Holocausto y la ideología nazi que proclamaba la existencia de una «raza superior». La derrota de Hitler en 1945 no fue solo un triunfo militar, sino una condena moral al racismo institucionalizado, la eugenesia y el exterminio sistemático. Sin embargo, más de siete décadas después, los discursos de pureza étnica, superioridad racial y deshumanización del «otro» continúan vivos, disfrazados bajo nuevas narrativas geopolíticas, religiosas o de seguridad nacional. Lo que ocurre hoy en la Franja de Gaza es una de las manifestaciones más alarmantes de este fenómeno.
El nazismo llevó al extremo la idea de que un grupo humano puede tener más derecho a existir, prosperar o dominar que otros. Lo hizo con base en teorías raciales pseudocientíficas, apoyado por un aparato propagandístico que presentaba a los judíos, gitanos y otros como “amenazas” a la civilización. Paradójicamente, hoy el Estado de Israel, creado precisamente como refugio para el pueblo judío tras el Holocausto, es acusado de aplicar políticas de apartheid, limpieza étnica y genocidio hacia el pueblo palestino.
La ocupación prolongada, los asentamientos ilegales, los bloqueos, la demolición de casas, los asesinatos selectivos y los castigos colectivos en Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este han sido documentados por múltiples organismos internacionales, incluidos Human Rights Watch, Amnistía Internacional y las Naciones Unidas. Estas prácticas no pueden entenderse solo como conflicto territorial, sino como expresión de una política sistemática de deshumanización basada en la superioridad de un grupo étnico-religioso sobre otro.
Desde el discurso político y militar israelí, la justificación del uso desproporcionado de la fuerza en Gaza se apoya en la «seguridad del Estado». Pero ¿qué significa seguridad cuando se bombardean hospitales, escuelas, campamentos de refugiados y zonas densamente pobladas? ¿Qué lógica sostiene el corte de agua, electricidad, alimentos y medicinas a más de dos millones de personas confinadas en una franja de tierra de apenas 365 km²?
La retórica oficial convierte a todos los palestinos —niños, mujeres, ancianos— en amenazas potenciales, en seres prescindibles. Esta deshumanización remite a los mismos fundamentos del racismo nazi: el «otro» no es igual en dignidad, no merece los mismos derechos, no pertenece a la misma escala de humanidad. Esa visión es la que permite que se normalicen masacres, desplazamientos forzados y un apartheid institucionalizado.
Así como en la década de 1930 muchos gobiernos y medios ignoraron o minimizaron la persecución nazi, hoy una parte significativa del mundo occidental guarda silencio ante las atrocidades en Gaza. Estados Unidos, la Unión Europea y otros aliados de Israel repiten narrativas que omiten el contexto histórico y estructural del conflicto, condenan la violencia solo cuando la ejerce Hamás y minimizan la ocupación, los crímenes de guerra y el sufrimiento del pueblo palestino.
Además, se ha creado un falso dilema entre condenar el antisemitismo y defender los derechos de los palestinos. Se acusa de antisemita a quien critique la política israelí, como si el Estado de Israel fuera sinónimo del pueblo judío. Esta confusión es peligrosa, porque blinda a un Estado de rendir cuentas y banaliza la memoria del Holocausto, utilizándola como escudo ideológico en lugar de como advertencia moral.
La lucha palestina no es un rechazo a la existencia de Israel, sino un reclamo a vivir con libertad, dignidad y justicia. Lo mismo que se exigió para los judíos tras la Segunda Guerra Mundial, se exige hoy para los palestinos. Reconocer esto no es un acto de odio, sino de coherencia ética.
El mundo debe comprender que las ideas de supremacía étnica no murieron con Hitler; se transformaron, mutaron y se camuflaron en discursos de defensa, religión y desarrollo. Están presentes en Gaza, en la frontera sur de EE.UU., en el trato a migrantes africanos en Europa, en los campos de concentración de uigures en China y en tantas otras formas de opresión contemporánea.
El verdadero «Nunca más» no es un lema vacío ni una conmemoración anual, sino un compromiso vivo y activo contra toda forma de racismo, apartheid, genocidio y colonialismo. No se puede ser antinazi y guardar silencio ante Gaza. No se puede proclamar la defensa de los derechos humanos y justificar la matanza de miles de civiles bajo el pretexto de la seguridad.
La humanidad tiene una deuda moral con Palestina, y callar ante lo que ocurre en Gaza es perpetuar el ciclo de violencia, impunidad y negación de la dignidad humana. La idea de una raza pura no murió con Hitler. Está viva donde quiera que se construya una sociedad sobre la base de que unos tienen más derecho a vivir que otros. Y hoy, esa idea se manifiesta con brutal claridad en la Franja de Gaza.