Por Ephraim Alburquerque
Cuando Promulgar Una Ley No Basta
El caso de la Ley 368-22 y la deuda del Ejecutivo con la municipalidad
En el corazón del Estado de Derecho yace un principio esencial: LA COHEREBCIA ENTRE LA NORMA Y SU APLICACION
Lamentablemente, en la República Dominicana ese principio ha sido severamente vulnerado en el caso de la Ley 368-22 sobre Ordenamiento Territorial y Asentamiento Humano.
Una ley construida con consenso, discutida ampliamente por diversos sectores, y finalmente promulgada por el presidente Luis Abinader, hoy se encuentra atrapada en el limbo de la inercia gubernamental.
El desconcierto que vive la municipalidad no es infundado.
Si el presidente y su equipo de gobierno sabían que no respaldarían la aplicación de esta ley, bastaba con no instruir a sus legisladores a aprobarla. Habría sido más honesto políticamente y más responsable institucionalmente.
En cambio, se optó por lo contrario: aprobarla, celebrarla, y luego desentenderse de ella en los hechos, dejando a los ayuntamientos en una situación comprometida.
Lo más alarmante no es solo la falta de voluntad para ejecutar lo que la ley ordena, sino el mensaje que se transmite con esa omisión: que la ley puede ser un adorno político, una ficha en el ajedrez del poder, y no una obligación vinculante. Esta actitud debilita la cultura democrática y erosiona la confianza de los ciudadanos y gobiernos locales en el compromiso del Estado.
Para empeorar la situación, el propio presidente Abinader afirmó públicamente, en su encuentro semanal con la prensa, que ninguna ley necesita reglamento para ser aplicada. Una afirmación respaldada por su consultor jurídico, el doctor Antoliano Peralta.
Sin embargo, al momento de enfrentar los desafíos de implementación de la Ley 368-22, se apela a la necesidad de “acuerdos” o a las limitaciones económicas, como si la promulgación no hubiera requerido previsión.
Y es ahí donde emerge una segunda gran falla: la falta de previsión presupuestaria.
¿Cómo es posible que una ley de impacto nacional, con efectos directos en la gestión territorial y urbana de cada municipio, no viniera acompañada de una estrategia financiera para mitigar los déficits que podría generar?
Si el gobierno central sabía que habría efectos fiscales negativos para algunos ayuntamientos, era su deber —y su responsabilidad moral— proveer los recursos necesarios o crear mecanismos de compensación.
Lo que hoy vemos es una forma de gobierno que PROMULGA SIN IMPLEMENTAR, PROMETE SIN CUMPLIR y DELEGA SIN ACOMPAÑAR. Se exige responsabilidad a los municipios sin darles herramientas ni respaldo.
Se les pide que sostengan con recursos locales una política nacional que no diseñaron solos, pero sí defendieron y consensuaron con altura.
El resultado es un mensaje profundamente peligroso: que las leyes pueden ignorarse impunemente, incluso por quienes tienen la mayor responsabilidad de hacerlas cumplir.
No se trata de un simple diferendo técnico ni de una disputa presupuestaria. Se trata de una crisis institucional donde el poder central corre el riesgo de convertirse en un obstáculo para la gobernanza local, en lugar de ser su principal aliado.
La ciudadanía, y especialmente los municipios y los distritos minicipales, no piden milagros.
Solo coherencia.
Que si se promulga una ley, se aplique.
Que si se habla de Estado moderno, se actúe con previsión.
Que si se busca descentralización, no se castigue a quienes quieren hacerla posible.
Señor presidente, el país necesita más que discursos: necesita acciones que honren la palabra empeñada en la ley.