Por Ephraim Alburquerque
Este 2025, la República Dominicana ha dado un paso significativo con la promulgación del nuevo Código Penal, rubricado por el presidente Luis Abinader, tras años de debates, estancamientos legislativos y exigencias de distintos sectores sociales. El acto no solo representa una decisión jurídica, sino también una declaración política y moral de hacia dónde queremos avanzar como nación.
El Código Penal vigente, datado del siglo XIX, se había quedado rezagado frente a los desafíos del presente: la criminalidad organizada, la violencia de género, los crímenes tecnológicos y la corrupción administrativa, entre otros. La nueva ley, aunque imperfecta —como toda obra humana—, constituye un marco renovado que busca responder con mayor eficacia a las necesidades del tiempo actual.
La promulgación de esta ley ha despertado tanto aplausos como críticas. Por un lado, sectores valoran positivamente su tipificación de nuevos delitos, el endurecimiento de penas y la acumulación de condenas. Por otro lado, se cuestiona la omisión expresa de causales para la interrupción del embarazo, un tema sensible que ha polarizado la opinión pública y cuyo debate, inevitablemente, continuará.
No obstante, más allá de sus luces y sombras, este Código es también una invitación. Una invitación a madurar institucionalmente, a exigir su justa aplicación y a participar con responsabilidad en el fortalecimiento de nuestro Estado de Derecho. No basta promulgar una ley: se necesita voluntad para aplicarla con equidad, independencia judicial para interpretarla sin presiones, y una ciudadanía vigilante que no se conforme con la tinta del papel.
El presidente Abinader, al estampar su firma, ha asumido el costo y el peso histórico de este momento. Le corresponderá ahora al Congreso —que fue su partera—, al Poder Judicial —que será su intérprete—, y a la sociedad dominicana en su conjunto —que será su juez más severo—, hacer que esta ley no sea una simple pieza archivada, sino una herramienta real para la justicia.
Porque al final, una ley no transforma una nación. Son los principios, la conciencia y el compromiso de quienes la ejercen, los que realmente marcan el rumbo.