Por Ruahidy Lombert
Santo Domingo, Reporte Extra.- El hecho de considerar una “palma viva” como “escultura” y otorgarle uno de los premios igualitarios de la 31 Bienal Nacional de Artes Visuales, constituye una violencia categorial, un gesto que exhibe el derrumbe del aparato clasificatorio que sostiene la historicidad del arte hasta la modernidad y la posmodernidad. La palma se instala en un limbo ontológico. No es escultura tradicional. No tiene talla ni modelado. Es un ready-made extremo; un organismo vivo, proclamado como obra de arte. No es land-art, pues se aloja en el espacio institucional. Tampoco es bio-arte: no hay manipulación genética ni tecnológica. Su estatuto estético es inestable y en esta inestabilidad radica su potencia: lo vivo siempre excede las taxonomías. Allí donde el museo busca fijar, la palma introduce la espantada.
El naufragio taxonómico y la parálisis institucional
El Jurado, al seleccionar la “palma viva” como “escultura” no ejerce un acto de lectura lúcida, sino que crea una ficción jurídica desesperada. Para que la obra pueda caber en la Bienal, debe forzarla dentro de una categoría precaria. Así, la categoría “escultura”, más que ampliarse se vacía. El termino, sufre una implosión semántica. No es flexibilidad conceptual, sino incapacidad de generar marcos conceptuales adecuados al corpus estético-filosófico, crítico y epistemológico del arte contemporáneo.
La “palma viva”, introduce además una bomba de tiempo biológica en el museo. Su crecimiento; el secado de sus hojas y su muerte inevitable, obedecen a temporalidades que ningún reglamento puede someter. Esta heterocronía no es defecto, sino gesto filosófico: revela la artificialidad de los marcos con los que pretendemos ordenar la memoria y la conservación. Allí donde el museo promete eternidad, la palma recuerda lo inevitable: todo organismo perece, todo régimen de clasificación caduca.
Pero, en el contexto dominicano, esa potencia conceptual se degrada en síntoma. Un museo sin departamento de conservación no está en condiciones de sostener ni la permanencia de lo inerte ni el cuidado de lo vivo. La palma, más que metáfora, se convierte en diagnóstico: exhibe un aparato cultural petrificado, incapaz de advertir ni de gestionar el riesgo que ella misma encarna. No asistimos aquí a la expansión productiva de categorías, como en la tradición del institutional critique de los 60s, sino a su colapso en pura arbitrariedad. El jurado, incapaz de clasificar, fuerza lo innominable y falsea categorías, consagrando no la transgresión crítica, sino la hemiplejía de su propia competencia.
Lo perecedero como amenaza existencial
La palma, confinada en un macetero, desata el torbellino de interrogantes ¿Quién decidió mantenerla así? ¿El artista? ¿El Comité Organizador? ¿El museógrafo de la Bienal? ¿Su estado es transitorio o definitivo? La patética borrosidad, convierte la obra en enigma logístico más que en gesto poético o antiestético-crítico. Esta ambigüedad: ¿macetero permanente o trasplante futuro?, expone la improvisación institucional. ¿Quién riega la palma? ¿Qué sucede cuando estalle su contenedor? ¿Cómo se documenta su muerte o reemplazo? ¿Cuál es el plan o protocolo?
Al parecer, el Jurado de la 31 Bienal Nacional de Artes Visuales ha dictaminado sin prever consecuencias y ahora tiene que navegar un piélago turbio y problemático. Estas no son preocupaciones teóricas abstractas, sino realidades materiales inmediatas que el Comité Organizador ni el museo pueden abordar. La celebración del «arte procesual, ocurre dentro de una institución incapaz de gestionar procesos.
Si permanece en el macetero, la palma se degrada a planta decorativa. La “obra”, que pretendía hablar de arraigo, fragilidad y tiempo, se reduce a ornamento. Si se trasplanta al jardín, se desplaza del espacio expositivo al natural. Deja de interpelar a la institución y se diluye en la jardinería. Si muere, la paradoja se agudiza. ¿Se reemplaza, perpetuando la ficción de continuidad o se mantiene, custodiada por el Museo de Arte Moderno como ruina vegetal y cadáver incómodo?
En todo caso, la obra deja de ser potencia crítica para convertirse en amenaza existencial a la legitimidad institucional. Lo que se celebró como “poesía”, queda expuesto como precariedad. La realidad material: una planta que agoniza mientras la institución proclama su significado, termina como performance contradictoria. Inadvertidamente, el museo como institución, escenifica su propia obsolescencia, su incapacidad de preservar lo que pretende dignificar.
La comunidad interpretativa fracturada
La palma es también un campo de batalla interpretativo. Para algunos, funciona como símbolo del horror dictatorial y para otros como nostalgia de un orden perdido. Para muchos más, como un signo vacío de una historia no vivida, pero que aún estructura el presente. Lecturas incompatibles, coexisten sin síntesis posible, revelando el carácter agonístico de la memoria colectiva.
La ironía es devastadora. El artista David Pérez-Karmadavis-, ofrece como crítica al autoritarismo un símbolo que, desde la más remota antigüedad, ha representado triunfo y eternidad. ¿Triunfo de quién? ¿Eternidad de qué? La palma que pretende denunciar la persistencia del trujillismo en la sociedad dominicana, porta en su ADN iconográfico la promesa de victoria inmortal. El Jurado, al premiarla, termina coronando maquinalmente el demonio que el artista buscaba exorcizar. Como en Roma, la palma se convierte en signo de victoria para el poder.
De ahí que su reaparición en la Bienal no pueda leerse como gesto neutral. La palma, acarrea un legado de memoria nefasta, inscrito en la iconografía del trujillismo y en su apropiación autoritaria del espacio público. Instalarla hoy como arte, sin mediación crítica ni contextualización histórica, no desactiva ese pasado, más bien lo reactiva. El riesgo no es solo estético, sino político y simbólico, pues convierte en patrimonio cultural lo que alguna vez funcionó como emblema de la opresión, el fratricidio y el oprobio.
La dialéctica de la restitución simbólica
Lo más dañino de esta paradoja no es la violación de los reglamentos de la 31 Bienal Nacional de Artes Visuales, sino la operación simbólica ejecutada. El artista, el Jurado, el Comité Organizador y el propio museo, reconocen que la palma fue impuesta por Trujillo como adorno obligatorio de un país vigilado y hostigado. Sin embargo, ahora legitimada como “arte”, ese reconocimiento no impide por sí mismo la reinstalación del espantajo. El título de la obra de Karmadavis: “Lo que se saca de raíz, vuelve a crecer”, pretende advertir sobre la persistencia del autoritarismo en nuestra sociedad, pero el veredicto del Jurado y el abrazo institucional de la “obra”, convierte la admonición en profecía cumplida.
El Comité Organizador, el Jurado y el museo, no teatralizan la virtualidad del retorno del autoritarismo: lo ejecutan con precisión. La palma no desactiva el espantajo del Tirano sanguinario, lo reinstala bajo nuevo artificio. Lo que se consagra como arte contemporáneo se acerca demasiado a un camouflage monumental, un gesto que no conjura en absoluto el terrible trauma de la memoria, sino que lo maquilla y hasta lo normaliza.
El Jurado como síntoma del simulacro
El fallo del Jurado de premiación de la 31 Bienal Nacional de Artes Visuales, resulta más revelador que la obra misma. El laudo, plagado de un formulismo reflexivo agujereado: “claridad crítica”, “fuerza poética” o “capacidad interpelativa”, carece de toda sustancia analítica y resulta hasta un insulto a la inteligencia. No explica ni ni interpreta ni arriesga. Funciona como coartada para enfrentar, tanto el problema categorial como la carga de memoria autoritaria que pesa sobre la “obra” premiada. Esta vacuidad retórica no es accidental, sino estructural: enmascara la incapacidad de fundamentar racionalmente una decisión que debía sostenerse en argumentos críticos elocuentes.
Al premiar una transgresión sin justificación, el Jurado compromete la viabilidad futura del certamen. ¿Con qué autoridad podrán rechazar la próxima propuesta con animales vivos, fuego real o bacterias? La excepción no fundamentada se convierte en un precedente inapelable que dinamita los presupuestos estéticos y los limites curatoriales y museográficos de la Bienal.
La “obra”, proyecta una condición de suspensión, como si se encontrara en un limbo de resolución formal o conceptual. En su misma materialidad, late una incompletud difícil de precisar, pero bastante perceptible. Su carácter abierto no fue reconocido ni en el laudo del Jurado ni en la museografía de la Bienal. Su deficiente instalación, sin iluminación y aislada en el espacio exterior o Patio Español del MAM, reforzó la impresión de provisionalidad la noche inaugural de la Bienal.
La deficiente museografía, fue difícil de pasar por alto. La palma quedó en tinieblas, arrinconada, prácticamente relegada, como subrayando-quizás involuntariamente-la misma precariedad que tanto celebra. Más que complementar la pieza, el dispositivo museográfico, recordaba al espectador que la improvisación igual se cuela como estilo. Algunos lo llamarían descuido y otra innovación. Si así ocurrió, tanto el artista como el Jurado, faltan a la ética del proceso. El artista, al presentar lo incompleto como terminado y el Jurado al premiar sin precaver. No es un desliz, es una traición abierta a la Bienal, a los artistas y al público.
El Jurado, reproduce la misma lógica que pretendía cuestionar: poder ejercido sin justificación. Sus miembros se erigen en pequeños Trujillos de lo estético, dictando caprichosamente cuales reglas se cumplen y cuáles se ignoran. El absurdo es evidente: el verdadero gesto artístico no fue la palma de Karmadavis, sino el performance premeditado o involuntario del Jurado, convertido en “obra de arte conceptual”, mediante la arbitrariedad, la incompetencia y la complicidad.
La violencia categorial
La cuestión medular no es si una palma viva puede ser una escultura. La verdadera pregunta es, ¿puede una institución que no distingue entre complicidad y discurso crítico, reclamar autoridad de interpretación artística y cultural? El vacío institucional y la incompetencia del Jurado son graves. El Jurado, renunció a sostener con discurso lo premiado con gesto. Allí donde la obra podía interpelar críticamente la constante autoritaria en la cultura política dominicana y la ritualidad cívica nacional, la institución se ha limitado a reinstalar el símbolo propagandístico del trujillato y consagrar el aquelarre del simulacro y la borrosidad. La palma de Karmadavis no amenaza a la institución por ser perecedera, sino por lo que revela de ella misma: su incapacidad de romper con la genealogía autoritaria que dice criticar.
El Jurado de premiación, quiso jugar a la radicalidad sin asumir las consecuencias. Buscó la gloria de premiar lo transgresor sin la valentía de justificarlo. En ese gesto performático y cagueta, reside el verdadero autoritarismo, no en la palma que nace, crece y muere, sino en el poder que se ejerce con espectacular desatino.
La República Dominicana, merece una crítica seria, no placebos líricos. El campo artístico no puede sostenerse sobre la retórica hueca de una “fuerza poética” inexplicada. Si el Jurado considera a la comunidad muy primitiva para comprender sus razones, debe decirlo abiertamente. Así mismo, debe ofrecer argumentos que respeten la inteligencia colectiva. La palma, crecerá o morirá. El precedente de la arbitrariedad selectiva y graciosa, sí echará raíces profundas…
Sobre el autor
*Ruahidy Lombert. Conservador y restaurador de bienes culturales. Dirige el Instituto para la Conservación e Investigación del Patrimonio y preside la Fundación Patrimonium.
Es docente en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y miembro activo de reconocidas organizaciones internacionales como el Instituto Internacional de Conservación (IIC); el Instituto Americano de Conservación (AIC); APOYOnline; la Asociación de Museos del Caribe (MAC) y el Consejo Internacional de Museos (ICOM).