Por Wilson Jean
En la República Dominicana, el tema haitiano ha dejado de ser un simple asunto migratorio para convertirse en un instrumento de manipulación política, económica y social. Lo que ocurre hoy es una sofisticada capitalización del miedo, un mecanismo que aprovecha los prejuicios históricos, el desconocimiento y la vulnerabilidad social para mantener estructuras de poder y distraer a la población de los verdaderos problemas nacionales.
Desde los tiempos de la dictadura trujillista, la figura del haitiano ha sido usada como un “enemigo conveniente”. El nacionalismo excluyente, la idea de una supuesta “invasión pacífica” y la falsa narrativa de que “los haitianos están ocupando el país” se han reproducido de generación en generación, reforzadas por los medios de comunicación y algunos sectores religiosos y empresariales. Esta estrategia se reactiva cada vez que se aproxima un proceso electoral o cuando el gobierno necesita desviar la atención de la corrupción, el desempleo, la inseguridad o la desigualdad.
Durante los últimos años, esta práctica ha tomado nuevas formas. La sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional, que desnacionalizó a miles de dominicanos de ascendencia haitiana, fue uno de los momentos más graves de institucionalización del miedo. Con el argumento de “defender la soberanía”, se promovió un discurso de exclusión que dejó a miles de personas en situación de apatridia, sin derechos civiles ni identidad legal. Desde entonces, las políticas migratorias se han endurecido, y los operativos de detención y deportación masiva se han vuelto parte del paisaje cotidiano.
El presidente Luis Abinader ha reforzado esta lógica con medidas como la construcción del muro fronterizo, las deportaciones arbitrarias, y la criminalización del migrante haitiano. Todo esto ocurre en un contexto donde agentes de migración y militares son constantemente denunciados por abusos, extorsiones y violaciones de derechos humanos, especialmente contra mujeres embarazadas, menores de edad y trabajadores agrícolas. Mientras tanto, el Estado continúa beneficiándose de la mano de obra barata haitiana en sectores como la construcción, la caña de azúcar, la agricultura y el servicio doméstico.
La capitalización del miedo funciona, en esencia, como un negocio. Por un lado, políticos y figuras públicas obtienen réditos al presentarse como “defensores de la patria” frente a una amenaza fabricada. Por otro, empresarios se benefician económicamente de un sistema que mantiene a los trabajadores haitianos sin derechos laborales ni protección social. Y en un tercer plano, los medios sensacionalistas consiguen audiencia a través de titulares alarmistas y discursos xenófobos que alimentan la desinformación y la hostilidad.
Esta manipulación colectiva no solo perpetúa la discriminación, sino que también fractura la cohesión social, promoviendo una peligrosa división entre dominicanos y haitianos que conviven desde hace siglos en la misma isla. Se difunde la idea de que el haitiano es la causa del deterioro de los hospitales, del desempleo o de la inseguridad, cuando en realidad esos problemas derivan de la corrupción, la mala gestión pública y la falta de políticas sociales efectivas.
La llamada “Antigua Orden Dominicana”, junto con algunos grupos ultranacionalistas, ha desempeñado un papel clave en esta maquinaria del miedo. Sus discursos, centrados en la pureza racial y la defensa de una identidad supuestamente amenazada, se alinean con la narrativa oficialista que busca legitimar el control, la represión y la exclusión. Estos movimientos, aunque minoritarios, tienen una presencia mediática que influye fuertemente en la opinión pública y que legitima prácticas discriminatorias e inhumanas.
Pero mientras se gasta energía y recursos en esta guerra imaginaria, los problemas reales siguen creciendo: el costo de la vida aumenta, los servicios públicos colapsan, la juventud carece de oportunidades y la desigualdad se profundiza. En ese vacío de esperanza, el miedo se convierte en la herramienta perfecta para distraer y dividir.
Desmontar esta estructura de manipulación requiere educación crítica, medios responsables y una sociedad civil activa. Es necesario recuperar la memoria histórica, fomentar el diálogo intercultural y visibilizar la humanidad compartida entre dominicanos y haitianos. La cooperación binacional, el comercio, la cultura y el trabajo conjunto son los verdaderos caminos hacia una convivencia sostenible.
La República Dominicana tiene una oportunidad de oro para demostrar que su identidad no se basa en el miedo ni en la exclusión, sino en la justicia, la solidaridad y el respeto a los derechos humanos. Solo dejando de capitalizar el miedo podremos construir una nación verdaderamente libre, donde la dignidad no dependa del color de la piel ni del apellido, sino del valor intrínseco de cada ser humano.

