Por Ephraim Alburquerque
El reciente acuerdo entre el Ministerio Público y Maxi Gerardo Montilla, cuñado del expresidente Danilo Medina, pone nuevamente sobre la mesa un tema que la sociedad dominicana no puede seguir ignorando: la corrupción en el ejercicio del poder. Montilla reconoció haber estafado al Estado dominicano y aceptó la devolución de más de RD$3,000 millones, un monto que revela la magnitud del desfalco y que nos recuerda la frase famosa del exmandatario, cuando, consultado sobre la corrupción en su gobierno, respondió con una indiferencia que hoy resulta inaceptable.
Si bien los procesos judiciales han alcanzado a altos colaboradores, incluyendo oficiales militares y policiales responsables de la seguridad presidencial, la relevancia del acuerdo con Montilla tiene un matiz especial: la negación de responsabilidad familiar por parte del expresidente, que ha insistido en que su familia es víctima de una persecución política, choca con la evidencia concreta que ahora permite al Estado recuperar parte de los recursos sustraídos.
No sorprende que persista la negación de lo evidente. La tolerancia social hacia la corrupción ha hecho creer durante años que estos comportamientos eran “normales” en el ejercicio del poder. Sin embargo, el despertar ciudadano que expulsó del poder a los peledeístas demostró que la sociedad no puede permanecer indiferente frente al saqueo descarado de los recursos públicos. La impunidad, cuando se viste con la normalidad, termina debilitando la confianza en las instituciones y en quienes están llamados a administrarlas con responsabilidad.
La lección es clara: la corrupción no se limita a la acción de un individuo, sino que se extiende cuando quienes ocupan el poder buscan justificar sus excesos y proteger a sus allegados. La recuperación de parte de los fondos por parte del Estado es un paso, pero la justicia plena requiere que la sociedad y sus instituciones mantengan una vigilancia firme y constante. La impunidad no puede ser el precio de la comodidad política ni la excusa de quienes intentan borrar su responsabilidad con simples declaraciones.
En definitiva, que nadie se confunda: la corrupción existe, los nombres son conocidos, y negar la realidad no la hace desaparecer. La transparencia y la rendición de cuentas deben ser un mandato irrenunciable para todos los que ejercen la autoridad. La historia y la ciudadanía no perdonan la complicidad con la corrupción, y el país exige respuestas claras y acciones concretas, más allá de excusas o intentos de minimizar los hechos.