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    InicioHaitíCarta del general Bonnet al presidente J. P. Boyer

    Carta del general Bonnet al presidente J. P. Boyer

    Por Manuel Otilio Pérez P.

    27 de diciembre de 1821.

    Ciudadano Presidente:

    He recibido, por medio del Comandante Bechet, la carta de V. E. de fecha 23 del corriente; ella me confirma lo que verbalmente he sabido de los acontecimientos que han tenido lugar en la parte del Este de Haití; acontecimientos de gran importancia, que deben fijar seriamente la atención del Gobierno de la República.

    Llamado por órdenes de V. E. a darle mi opinión sobre las medidas que convendría tomar en las circunstancias presentes, trato de hacerlo con la franqueza que me caracteriza, con el celo de que estoy animado y con mi devoción al bien público.

    Reflexionando maduramente sobre las consecuencias que pueden resultar de los cambios políticos que acaban de ocurrir a orillas del Ozama, dos cuestiones se presentan naturalmente al espíritu. ¿Cuáles son las ventajas que ofrecería la reunión de esta parte a la República y cuáles serán sus inconvenientes? Yo voy a examinar separadamente esas dos cuestiones, a resumirlas para luego sacar mis conclusiones de la naturaleza misma de las cosas.

    No se puede dudar que el Gobierno de Haití, PACIFICO POSESOR de todo el territorio de la isla, no sacaría de él grandes ventajas, no sólo en lo que concierne a la seguridad, sino aún a su prosperidad futura. Tierras incultas en cantidad, regadas por numerosos ríos; bosques inmensos llenos de maderas de construcción; una costa rica en bahías magníficas; la de Samaná, notable por su extensión y por su situación a la entrada del Golfo de México; el mar limitando nuestro territorio; una población de cien mil almas, cuyas nueve décimas partes son de nuestro color, serían otras tantas ventajas de una seria consideración.

    Pero si es preciso obtener todas las ventajas por la fuerza de las armas, aunque la empresa sea fácil y el éxito seguro, yo pienso que el resultado sería perjudicial y tal vez funesto a los verdaderos intereses y a la seguridad futura de la República de Haití.

    Si considerara que la superficie de la parte española, aunque doble a la nuestra en extensión, no encierra, sin embargo, sino la cuarta parte de nuestra población, se convencería de que la posesión de este país, sin la VOLUNTAD UNANIME de sus habitantes, lejos de aumentar nuestro poderío, lo disminuiría necesariamente por los sacrificios de todo género que nos sería preciso hacer para mantenernos allí. El agotamiento de las finanzas, el progreso de la cultura en suspenso, la propagación de la enseñanza retardada, serán los funestos resultados de esa empresa.

    No se puede disimularlo; la colonia de Santo Domingo, como todas las demás colonias, siempre han costado a la Metrópoli mucho más de lo que ellas producen. Esta parte, que no produce sin muy pocos géneros para la exportación no puede sostener más que un comercio muy pobre. En consecuencia, el producido de las Aduanas y de las otras rentas del país, siendo insuficientes para sus gastos, estará todo a cargo de la República, así como siempre fue carga para España. Como es necesario colocar en ese país un ejército bastante fuerte para hacer triunfar el partido que se iría a sostener, esto constituiría un aumento de los gastos. Nuestras tropas, acantonadas en sus cuarteles respectivos, encuentran en sus familiares recursos que no hallarían en un pueblo indolente y poco trabajador, que no cultiva sino según sus necesidades, sin ir más lejos.

    Se estaría, pues, en la necesidad de acordarle a ese ejército, para su subsistencia, una atención especial, crearle tiendas y una caja militar.

    Otra consideración, que no debe escapársenos y que merece atención, es el mantenimiento del buen orden sin el cual no hay éxito.

    ¿Son suficientemente disciplinados, nuestros soldados, para ocupar un territorio AMIGO sin cometer desórdenes? Yo no trataría de resolver afirmativamente esta pregunta. ¿Qué resultaría de eso si, obligados por el hábito que es una segunda naturaleza, estos hombres, burlando la vigilancia del jefe, se fuesen a los campos a merodear víveres y a robarles sus bestias a los campesinos? No hay duda de que tendríamos pronto por enemigos a aquellos mismos a quienes habríamos ido a defender; y una vez rota la cordialidad, es fácil calcular sus consecuencias.

    Se debe temer, con razón, la ambición y la concupiscencia de aquellos que tienen ahora el poder y las máximas peligrosas de los extranjeros que el nuevo órden de cosas puede atraer a esta parte; pero este temor, tan poderoso y bien fundado como es, no puede equilibrarse con el que debe necesariamente inspirar el pacto de familia que une a todos príncipes de la casa de Borbón. Cuales que sean las medidas que adopten definitivamente los haitianos del Este, la vecindad de su Gobierno naciente ofrecería siempre menos peligros a nuestra seguridad, que la vecindad del Rey de España. Además, los habitantes del Este tienen más necesidad de nuestra ayuda que nosotros de la suya. Su política será, pues, tratarnos bien, y su prudencia será no aislarse mucho de nuestra causa. Porque, ¿qué puede garantizarles que España les dejará gozar pacíficamente del nuevo orden de cosas que acaba de establecerse, cuando vemos al gobierno de este país, aunque agotado en sus finanzas y amenazado por otras potencias, luchar con tanta firmeza y desde tanto tiempo contra los insurgentes de todas sus posesiones de la América, para llevarlos a la obediencia? No es probable que España buscará, por algún medio, restablecer su autoridad sobre la más débil de sus posesiones. ¿Qué podría hacer entonces la República de Colombia en favor de Santo Domingo, cuando ella apenas se basta para su propia defensa? No lo dudemos, nuevas reflexiones producirán nuevas combinaciones; y las cosas, tarde o temprano, llegarán al fin que prescribe nuestro interés común.

    Hubiese sido de desear que el pueblo de esta parte hubiese tomado primero la resolución de unirse a nosotros, o que hubiese formado un gobierno enteramente independiente, con el cual nosotros hubiéramos podido hacer un TRATADO SECRETO de defensa respectiva. Y si él no juzga prudente hacerlo, por negociaciones inmediatas, tratar de conseguirlo haciéndole saber que nosotros no podremos ofrecerles nuestra ayuda, en caso de necesidad, sino con esa condición. Si, como muy juiciosamente lo observa V. E., opinión que comparto, la masa del pueblo desea esta unión, debemos confiar en que ella se cumplirá; nada debe llevarnos a precipitar este suceso, dejemos venir los acontecimientos y preparémonos a aprovecharlos.

    ¿Por qué no imitar la prudente circunspección de Inglaterra que, con una sola palabra, puede decidir la suerte de los insurgentes de la América, y guarda sin embargo, el más profundo silencio a ese respecto? Nosotros debemos hacer votos sinceros, sin duda, por la emancipación de todos los pueblos que como nosotros estaba bajo el yugo del despotismo y bajo el más humillante prejuicio del color; pero la razón, la prudencia, la sana política y quizás la necesidad misma, nos mandan no mezclarnos sino en nuestros negocios. Cuando tengamos la felicidad de terminar nuestro diferendo con la Corte de Francia y de estar colocados, por un tratado, en el rango de las naciones independientes, entonces será tiempo de ocuparnos en lo que pudiere convenir a nuestro crecimiento. Hasta entonces, yo quisiera que se limitase a cultivar la amistad de nuestros vecinos sin inmicuirnos en sus negocios, a menos que seamos llamados, como lo he dicho más arriba, por su CONSENTIMIENTO UNANIME, expresado en un acto de su libre voluntad.

    En la ptesente situación de la República, tenemos necesidad de paz de una larga paz para cicatrizar las plagas de nuestro cuerpo social, restablecer la disciplina de nuestros ejércitos y favorecer, por todos los medios posibles, el aumento de nuestra agotada población. Un pequeño territorio con una numerosa población, será siempre más fácil de defender que un inmenso desierto. España misma nos ha suministrado la prueba. Antes de la conquista de América, ella era poderosa y temible a sus vecinos, porque toda su población estaba concentrada en la Península. Desde que ella tuvo la desgracia de dispersar esa población, enviándola a reemplazar a los habitantes de los países que la feroz avidez de sus guerreros habían despoblado, España cayó en una decadencia que la ha convertido en el menosprecio de sus mismos vecinos; y, probablemente ella no requerirá su antiguo rango entre esas naciones, sino cuando el progreso de nuevas instituciones borren los errores de las antiguas.

    He ahí, ciudadano Presidente, las reflexiones que me han sugerido mis débiles luces y mi poca experiencia sobre la importante cuestión que nos ocupa. Ponderádlas con nuestra cordura, y si vos y los hombres ilustrados que podéis llamar a meditar piensen de distinto modo, yo suscribiré voluntariamente esa decisión, y me hallaréis dispuesto a secundar las medidas que ordenéis y a marchar hacia el fin que os propusieséis.

    Para disponer las tropas, como lo manda Vuestra Excelencia, yo pasaré, el primer día del próximo año, una revista general de habilitación, armamentos y equipo, y os daré cuenta exacta».
    (Academia Dominicana de la Historia, Vol. I, Emilio Rodríguez Demorizi, Invasiones haitianas 1801, 1805 y 1822, Editora del Caribe, C. por A., C.T., R.D., 1955,
    pp 275-279)

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